En Júpiter todo es distinto, el cielo es de color sangre y la tierra también es de un rojo profundo, como ese rojo, tan rojo, que tiene la sangre. Las nubes son raras, demasiado distintas y hay una demasiado grande y que curiosamente como la mayoría de las cosas de este planeta, también es roja. Yo estuve allí, algún día y me mojé bajo la lluvia roja y contemplé extasiado las auroras boleares y el cielo deslumbró rojo con cientos de relámpagos. Caminé de puntillas por sus anillos, por miedo a romperlos, mientras observaba como Calisto, Ganímedes, Europa e Io orbitaban alrededor del inmenso planeta junto a las demás lunas.
Yo estuve allí y aspiré su cargada atmósfera, sus esquirlas de aire y vi el hidrógeno hecho metal, el átomo hecho protón. Caminé sobre el suelo de ésta estrella frustrada. Paseé por cada una de sus lunas y me entretuve en Europa observando el océano bajo la capa de hielo y vi lo que nadie ha visto, lo que nadie imagina, lo vi en un rincón demasiado oscuro, demasiado frío, demasiado caliente, demasiado salado, y desmasiado alejado. Allí estaba ella, observándome con sus ojos rojos, yo la vi, yo estuve alli y la vi.
También vi el correr del tiempo en Júpiter, el paso de las estaciones, bonito planeta Júpiter, demasiado rojo, demasiado hermoso. Las estaciones son casi eternas: 40 años de otoño, 40 años de invierno, 40 años de primavera, 40 años de verano, no, por favor que se vaya ya el calor. Yo estuve allí, con ella y sin ella y sudé y vislumbré la Tierra desde Júpiter, bonito planeta La Tierra, demasiado azul, demasiado hermoso para no regresar…
